lunes, octubre 15, 2012

La voz de Miguel

La Tercera

Fue el Ringo Starr de Los Prisioneros. El que debía poner paños fríos a los fuegos del vocalista Jorge González y el guitarrista Claudio Narea. Pero una película que se estrena en noviembre reivindica al baterista como el principal motor del grupo. Miguel Tapia vuelve al barrio de su infancia después de una década, a desentrañar esa historia.

por Gabriela García


Mediodía en San Miguel. Un hombre asomado a la ventana del segundo piso de una casa amarilla, grita: “¿Te gustan los murales?”. El transeúnte que está fotografiando con el celular la pintura que cubre su fachada, levanta la vista.

“Pasa”, dice Roberto y en el living le entrega un libro y un DVD sobre el Museo a cielo abierto de San Miguel, un proyecto barrial que, desde 2009, convoca a pintores y graffiteros a colorear los muros de los clásicos blocks de la población Miguel Munizaga Mossino, en Avenida Departamental.

“El primero fue el de Los Prisioneros”, dice el gestor y muestra una foto del mural de 80 metros cuadrados que está en la vereda norte de Departamental. Allí aparece el trío de músicos, rodeado de cajones de frutas y verduras como en el video Maldito Sudaca. “Narea es el que menos se parece, pero los otros dos están igualitos. Son el emblema popular del barrio, crecieron acá”, cuenta.

-Es que el Claudio siempre fue más feo -bromea de vuelta el desconocido visitante. Quince minutos después, Roberto por fin abre los ojos.

-¿Miguel, eres tú? -exclama sorprendido.

-¿Nos conocemos? -dice Miguel Tapia, el baterista de Los Prisioneros.

-Nos veníamos caminando juntos del Liceo 6. Mi grupo venía hablando de chiquillas y el tuyo de pura música. Vivía al frente tuyo. Era amigo del Marco Cuevas, el que te tiraba piedras desde su ventana cuando empezaste a tocar la batería.

Roberto y Miguel se acercan a los 50 años, pero esa tarde ríen como dos cabros chicos. La conversación deriva en un tal Joselo, el compañero que copiaba los demos de la banda en casete y los distribuía entre los alumnos a fines de los 70, cuando Miguel y sus amigos aún no debutaban en el Festival de la Canción del Instituto Miguel León Prado como Los Prisioneros, sino que se hacían llamar Los Vinchucas y tocaban temas como Paramar y Quién mató a Marilyn. Eran sus primeras presentaciones en el salón de actos de la misma escuela donde la profesora de matemáticas ridiculizó a Miguel frente al curso, diciéndole que no llegaría a ningún lado, frente a una foto de Pinochet con la bandera chilena de fondo.

La patria de Tapia se encuentra en esas calles. Específicamente, en ese barrio de la infancia, delimitado al sur por Avenida Departamental, al norte por calle Carlos Edwards, al poniente por la Panamericana Sur y al oriente por la calle Gauss.

Su casa -blanca, de dos pisos- se yergue en ese cuadrante y se ubica en Teodoro Schmidt 5319. Su familia ya no vive allí, pero sigue siendo una de las pocas que hay en la población obrera en medio de edificios de cuatro pisos levantados en los 60. De las ventanas cuelgan ropas de todos los colores. Y los perros aúllan, como en la introducción de la canción El baile de los que sobran. “Aquí tuve las primeras pololas, los primeros amigos, aquí empezaron las primeras ilusiones de armar una banda. Aquí fui feliz”, dice Miguel.

No venía hace 10 años.

San Miguel es como el Liverpool de Los Prisioneros, pero Miguel pasará más de una hora en el barrio sin que nadie lo reconozca. Cuando en 1983 se hizo baterista del grupo, sólo se preocupó de una cosa: de llevar el pulso musical de la banda a través de su instrumento. Y no podía desconcentrarse. Ese concepto se traspasó en el modo en que ha regido su vida.

Mucho antes, sin embargo, caminó innumerables veces por la Gran Avenida con sus compañeros de curso, Jorge González y Claudio Narea. Se venían juntos al terminar las clases y Miguel le daba golpes con lápiz bic al maletín mientras cantaban a Gary Numan. “Cuando llegábamos a mi casa nos separábamos porque la de Jorge quedaba a 10 cuadras y la de Claudio, cruzando la Panamericana. Aquí, también, nos detuvieron los pacos. Los barrios de ellos eran mucho más tranquilos que el mío. Aquí los allanamientos eran espantosos. A veces Jorge se tenía que quedar pues era imposible salir”, cuenta.

De esa realidad social y política, que Miguel le transmitiría a sus amigos, saldrían las letras del grupo. “En ese block que está al frente, los pacos tiraban las lacrimógenas y en esa plaza de la esquina mataron a un cabro en toque de queda. Una vez también explotó una casa. Adentro estaban fabricando explosivos. Con eso me crié, con eso crecí”, dice.

De los testimonios de Miguel sobre la etapa inicial de Los Prisioneros se hizo una película. Miguel San Miguel, dirigida por Matías Cruz, se acaba de estrenar en el Festival de Cine de Valdivia, llega a cines en noviembre y da cuenta de esa precuela. El baterista, hospedado en el mismo Hotel Melillanca donde en los 80 se quedó con la banda para promocionar el disco Pateando piedras, recordó los buenos tiempos. La cinta es una biografía que Miguel, a diferencia de sus compañeros, nunca escribió.

“Un día fuimos hasta Providencia a pie. Tres horas de recorrido hasta dar con una disquería. Queríamos un disco de The Clash, pero no lo encontramos y regresamos con las manos vacías”, dijo Miguel, tras salir de la función. Afuera lo esperaba Miguel Barriga, del grupo Sexual Democracia. “Lo que para ustedes fue The Clash, para nosotros fueron Los Prisioneros. Era estudiante cuando los traje a un gimnasio de Valdivia. ¿Te acuerdas, Miguel?”. El batero asiente. “Ni Jorge ni Claudio pensaron en tener un grupo. Al menos, no de manera profesional. Yo, en cambio, lo tenía asimilado. Era mi sueño. Y tal vez por eso nunca me extrañó que lográramos éxito”.

Aunque Miguel fue el primero de los tres en conseguir polola, de todos los integrantes fue el más callado. Por ser el último de siete hijos, escuchaba y veía más de lo que hablaba. Entre sus recuerdos, fragmentados en imágenes, está su padre -empleado de una fábrica textil y socialista- sintonizando la radio a pilas, Jaime Guzmán anunciando el “Chile nuevo” un día antes del golpe por la tele, la pared blanca por la que doblaba para ir al colegio con marcas de balas, su hermano Carlos tocando Los Chalchaleros y Cuncumén en el living y dos objetos en sus manos: el vinilo de Revolver, de The Beatles, y un aviso en el diario: ese que anunciaba que se vendía una batería a $ 12.000 en Santa Rosa, y que lo obsesionó: Miguel quería tener una banda y así se lo transmitió a González. Juntos fueron a comprarla en micro. “Jorge siempre fue más para afuera, tenía una personalidad complicada, pero a pesar de eso, éramos yuntas. Hacer Los Prisioneros sólo se pudo cumplir sobre la base de esa amistad. Imagínate que la batería la llevábamos a pata hasta su casa, en un carro de feria. Tenía una pelota de golf en el pedal”, cuenta.

Miguel se transformó en el motor de ese sueño. Mientras sus compañeros se peleaban por quién iba a tocar la guitarra, su bombo seguía actuando como un cable a tierra. “Pasé muchos años tratando de mantener estas dos personas unidas porque eso significaba, para mí, seguir con el proyecto más importante de mi vida. Los bateros no pueden perder la calma, son el corazón de una banda. Y cuando perdí esa calma, se acabó”. Fue después del reencuentro en 2001, Miguel y Jorge se pelearon en el aeropuerto y dejaron de hablarse.

Puede que Miguel haya sobrevivido a esa separación porque había sufrido peores experiencias. Cuando nació, hace 48 años, los médicos lo desahuciaron apenas nacido y su madre quedó hospitalizada por una incompatibilidad sanguínea. “Me hicieron tres transfusiones de sangre y me salvé”, dice. Años más tarde, cuando Miguel ya estaba en segundo medio, esa misma madre sufriría una trombosis que la dejaría sin poder hablar. Miguel, que vivió con ella en su casa de San Miguel hasta los 27 años, le cantaba las canciones de Los Prisioneros para subirle el ánimo y le decía lo famosos que eran.

Hacer Los Prisioneros fue una conquista, pero al final de cuentas fue el sueño íntimo de un cabro de clase media baja. Después de llenar estadios en Colombia o Perú, Miguel volvía al mismo barrio y era el mismo de siempre. “Recuerdo que era tanto el contraste que me daban angustias. Me acuerdo de estar mirando un domingo las ropas colgadas de mis vecinos sin poderla creer. Pero ahora pienso que fueron todas esas cosas las que me dieron una muy buena huincha de medir la realidad que me tocó vivir”.

Miguel Tapia habita en una parcela de cinco mil metros cuadrados, en Pirque. Aunque tiene una pareja hace nueve años y dos hijos de un matrimonio anterior, allí vive solo, desde 2008. Los días los pasa haciendo regadío con mangas, podando abedules, buscando con un telescopio estrellas o dando de comer a sus caballos Trueno y Tormenta. No tiene una batería. Hoy vive de los derechos de autor, de lo que le dan sus bienes raíces y sus tocatas.

Con Jorge son concuñados, pero no se ven. Con Claudio ofrece algunos shows, pero su relación es estrictamente musical. “El otro día mis hijos me contaron que sus compañeros en el colegio le dijeron que tenían un papá famoso. Yo nunca les hablé de Los Prisioneros, ¿para qué?”.

En Teodoro Schmidt tampoco necesita hablar de eso. Entre la multitud y los bocinazos, Miguel Tapia se detiene frente al mural de Los Prisioneros como cualquier peatón. Ha vuelto al origen. A ser uno más.

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